Por Paola Sánchez, Business Developer de RiskShield en INFORM para Latinoamérica
La escena parece algo de no creer: clientes que denuncian fraudes bancarios y terminan siendo demandados por las mismas instituciones financieras. Según estimaciones recogidas por un importante medio de comunicación, actualmente existirían hasta 30 mil juicios activos entre entidades financieras y sus propios usuarios en Chile. Un fenómeno que refleja un desbalance de un sistema que, en su afán por proteger al consumidor, terminó generando vacíos legales que hoy amenazan su viabilidad (concebido originalmente para contar con un sistema financiero más robusto y efectivo contra el fraude).
Todo comenzó en 2020 con la ley 20.009, que obligó a los emisores a reembolsar de forma automática hasta 35 UF tras una denuncia de fraude, sin necesidad de probar la veracidad del reclamo, lo que representó una carga financiera importante para el sistema bancario. El efecto fue inmediato: una avalancha de reclamos, muchos de ellos legítimos, pero otros claramente oportunistas, aprovechándose de la falta de herramientas avanzadas de prevención del fraude. En respuesta al colapso de los mecanismos de control, en 2024 se promulgó la ley 21.673, que endureció las exigencias y habilitó a las entidades financieras a demandar a los clientes en caso de dolo o culpa grave.
El cambio legal permitió una mejora notable. Al menos en el banco estatal nacional, se cree que se logró reducir en un 99% los fraudes asociados a este modus operandi. Sin embargo, en el resto de la industria el problema persiste. Acreditar la responsabilidad del usuario es jurídicamente difícil y representa un alto costo operativo, lo que en la práctica desincentiva a las instituciones a perseguir a los verdaderos defraudadores cuando se trata de montos bajos. Mientras tanto el volumen de fraudes y estafas sigue creciendo, y la judicialización del sistema amenaza con desgastar la relación de confianza entre bancos y usuarios.
En este contexto, la pregunta ya no es solo cómo se puede mejorar la regulación, sino de qué manera la tecnología puede ser un aliado estratégico en la lucha contra el fraude financiero, cuyas consecuencias no solo impactan a los usuarios, sino que generan costos crecientes para todo el ecosistema bancario. Hoy, soluciones basadas en Inteligencia Artificial Híbrida permiten analizar y clasificar riesgos en tiempo real, diferenciando entre errores aislados y amenazas reales. Ello no solo previene fraudes, sino que también evita procesos judiciales costosos y desgastantes para todas las partes implicadas. Además, estas herramientas entregan evidencia objetiva y verificable que respalda la toma de decisiones operativas y legales con mayor precisión y confianza.
Estas soluciones registran cada acción de manera trazable y generan perfiles dinámicos que identifican transacciones anómalas dada la alta sensibilidad que posee la IA. Ello fortalece la defensa ante auditorías y procesos judiciales. ¿Qué implica todo esto? Para los bancos, significa actuar con mayor seguridad jurídica; y para los clientes, procesos más transparentes, confiables y con mejor experiencia de usuario.
El desafío no es la ley, sino asumir que ella, por sí sola, es suficiente. El verdadero reto está en sumar inteligencia tecnológica que permita prevenir y controlar con la precisión de un bisturí. Porque en un sistema expuesto como nunca al riesgo digital, la confianza no se decreta ni se recupera con discursos: se construye con datos, decisiones informadas y, sobre todo, con la voluntad de anticiparse al fraude antes de que ocurra.